Cada vez más personas se borran los tatuajes: entre estética, estigma y supervivencia

Lo que hace no mucho era una marca para toda la vida, hoy puede desaparecer con láser. Borrarse un tatuaje ya no es una rareza: es una tendencia al alza que combina avances tecnológicos, decisiones estéticas y, en algunos casos, una medida de supervivencia.

La llegada de los láseres de picosegundos —dispositivos capaces de emitir pulsos ultrarrápidos que fragmentan los pigmentos en partículas microscópicas— ha revolucionado el procedimiento. Aunque sigue siendo doloroso, es mucho más efectivo, menos agresivo y más accesible que en el pasado. De hecho, borrar un tatuaje ya no es solo cosa de arrepentidos, sino también de quienes buscan adaptarse a un nuevo entorno laboral, estético o incluso político.

En tiempos de incertidumbre económica, se impone una estética más conservadora. El llamado clean look —una apariencia sin marcas visibles, asociada al lujo silencioso y al profesionalismo— gana terreno en sectores corporativos y creativos. La piel limpia se convierte en un nuevo símbolo de poder y pertenencia.

Pero la percepción estética no es neutral. Según un estudio publicado en PLOS ONE, está profundamente influida por contextos culturales, sociales y generacionales. Así, lo que para algunos es arte corporal, para otros puede ser una marca de exclusión. En sectores vulnerables, el tatuaje puede convertirse en una carga simbólica difícil de sacudir.

Un caso alarmante ocurrió durante la administración de Donald Trump. Casi 300 personas fueron deportadas a El Salvador y encerradas en una megacárcel sin juicio previo, acusadas de pertenecer a la banda criminal Tren de Aragua. La prueba: tatuajes comunes como coronas, relojes o logotipos deportivos. Según un informe del Vera Institute of Justice, el sistema de puntuación utilizado por EE.UU. para justificar estas detenciones se basa en criterios arbitrarios, como tatuajes, vestimenta urbana o poses en fotografías.

En este contexto, borrar un tatuaje puede ser más que una decisión estética: puede ser un acto de protección personal. Una estrategia para esquivar el estigma o evitar la violencia.

El proceso, sin embargo, no es rápido ni barato. Entre ocho y doce sesiones, a lo largo de uno o dos años, son necesarias para eliminar por completo un diseño. Y no está exento de efectos secundarios. “La gente se asusta por el olor, piensan que les estás quemando la piel, pero no es así”, explica Jeff Garnett, cofundador de Inkless, una empresa especializada en eliminación de tatuajes con láser. Lo que realmente se quema, aclara, son los folículos pilosos, lo que genera un olor similar al del pelo chamuscado. “Es algo muy psicológico. Llevo años oyendo a la gente decir que huele a carne achicharrada”, añade.

El mercado, no obstante, está en auge. En 2021, la cadena Removery recibió una inversión de 50 millones de dólares y ya cuenta con más de 150 centros de borrado de tatuajes en todo el mundo. Los precios varían: eliminar un diseño pequeño puede costar unos 600 dólares, pero uno grande y a color puede superar los 4.000. La demanda es tal que muchos estudios han integrado el servicio completo: tatuar, borrar y volver a tatuar.

Los expertos coinciden: estamos ante un cambio profundo en la forma de entender los tatuajes. Lo que antes implicaba un compromiso de por vida, hoy puede convertirse en algo transitorio. “Quitar un tatuaje es como resetear. Es doloroso, pero también liberador”, concluye Garnett.