Miguel Lambertinez se acerca sigiloso, tiene la cámara fotográfica lista para obturar y registrar ese momento único, no quiere hacer mucho ruido para no espantar al ave que voló más de 7.000 kilómetros desde el norte de Estados Unidos y hoy está en Tierra Blanca, un humedal ubicado en cercanías al congestionado municipio de Soacha.
El pato canadiense mete sus alas en las aguas tranquilas de este cuerpo de agua que recupera la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca (CAR) y que ha permitido el retorno de varias especies.
“Hasta hace unos años, aquí lo que había era la presencia urbanizadores ilegales que querían invadir y de gente que quería convertirlo en un basurero; pero desde el 2018 se ha visto la intervención por parte de la CAR”, dice Lambertinez, técnico ambiental y veedor ciudadano del río Bogotá.
Este monteriano, quien decidió hace más de dos décadas echar raíces en Soacha, sabe que a finales de enero centenares de aves provenientes de Norteamérica visitan este territorio que desde el 2018 volvió a tener una nueva posibilidad de vida.
Miguel, en compañía de su perra Maye, recorre a diario este paraje verde de 14,7 hectáreas de extensión y uno de los 10.043 identificados por la CAR Cundinamarca en su jurisdicción, de los cuales 1.993 ya están delimitados con coordenadas específicas.
“Esto es como un pedazo del campo en la ciudad, gracias a que se ha recuperado el espejo de agua, también por la llegada de las aves migratorias. Vienen aquí porque son lugares seguros para descansar, encuentran comida, agua y no están en competencia con otras especies”, explica el veedor ambiental, amante de la naturaleza, quien ha documentado la presencia de tinguas pico rojo, patos americanos, garzas boyeras, mirlos y gorriones.
Comienza a entrar la tarde. Apenas llegan agónicos sonidos de autos. El ruido de la ciudad da paso al canto del Sirirí mientras el sol produce unos destellos en el plumaje de una tingua bogotana.
Vecinos y vigías
Luis Sanabria, pensionado y vecino de Tierra Blanca es uno de los aliados de Miguel Lambertinez en la labor de velar por la protección del humedal, como representantes de la comunidad.
“He visto los cambios del humedal, se ha hecho mucho pero todavía falta. Ojalá pudieran dejar por buen tiempo las máquinas”, asegura este hombre de 70 años, mientras observa al fondo la retroexcavadora anfibia que como un alacrán gigante estira sus tenazas y retira el buchón.
La enorme máquina, uno de los 49 equipos que adquirió la CAR por $64.000 millones para la recuperación de humedales, trabaja desde noviembre de 2020 en el lugar.
“Claro que lo importante también es cuidar y educar. Acá hemos organizado programas de eco-vacaciones para que los niños aprendan de las especies que viven aquí y el valor ambiental del humedal, por ejemplo para evitar las inundaciones”, expresa Sanabria cuyo estudio de estos ecosistemas le permite revelar detalles sorprendentes como las posibilidades de mitigar el cambio climático con sumideros de carbono capaces de capturar el 40% de los gases de efecto invernadero generados en el planeta.
Sanabria sabe lo importante que es la educación en la preservación, así como el trabajo articulado entre autoridades y comunidad, una visión que comparten las instituciones ambientales.
Es el mismo pensamiento de la CAR Cundinamarca que en el 2020 logró vincular de 315 actores sociales a la red de amigos de los humedales con quienes realizó estrategias de protección para los ecosistemas más vulnerables como el de Tierra Blanca.
A Miguel y a Luis se suma Raúl Benavidez, gestor ambiental del humedal quien hace un llamado urgente para que este paraíso en proceso de recuperación no se vuelva a ver afectado por los problemas del pasado.
“Es clave que hagan un cerramiento y se evite la ubicación de ‘cambuches’ y que no lo usen para echar basura”, manifiesta convencido de que la amenaza está latente y es uno de los factores de deterioro que históricamente han impactado éste y otros 19 humedales de la cuenca del río Bogotá.
Miguel Lambertínez, Luis Sanabria y Raúl Benavidez se aprestan a ver caer la tarde desde el humedal. Un cielo de tachones naranjas y el canto de Sirirí, decoran este lugar privilegiado, refugio de las aves y de los amantes de la naturaleza que escapan del bullicio urbano y le apuestan al cuidado de estos ecosistemas de vital importancia para el equilibrio de la vida y la sostenibilidad ambiental.