Los dulces sueños de millones de colombianos están hechos en la fábrica de caramelos más querida del país, en La Paila.
Por Ingrid Rojas Contreras
Como alguien que ha migrado, sé en qué estantes de las bodegas —las tiendas que venden productos latinoamericanos en Estados Unidos— encontrar la comida que me transporta a mi niñez. Sé hacia dónde voltear y dónde acuclillarme e inclinarme ante las cajas para preparar buñuelos colombianos, pandebonos, pandeyucas y arepas. Sin embargo, hay un producto que no puedo encontrar en San Francisco: el dulce de mi niñez.
Crecí, como decimos en Colombia, a punta de Bon Bon Bum. La chupeta de caramelo macizo sabor fresa era un elemento tan importante en mi dieta, que no me sorprendería enterarme de que yo misma ya estoy compuesta en parte por azúcar del Valle del Cauca y otra parte por colorante rojo del número 40. Las Bon Bon Bums, o colombinas, son dulces de caramelo macizo con centro de chicle de sabores tropicales que comúnmente se encuentran en el país (maracuyá, sandía o patilla, lulo, piña, mango). Son el producto estrella de Colombina, la compañía de dulces más querida del país. Las Bon Bon Bums se exportan a noventa países, incluidos los de Suramérica y el Caribe e incluso Papúa Nueva Guinea y China. En buena parte de América Latina, la frase se ha vuelto una clave para describir un tipo de cuerpo (con un gran trasero y piernas delgadas), y casi todas las chupetas de caramelo, sin importar la marca, se conocen como colombinas o bon bon bums. Para alguien de ascendencia hispana en Estados Unidos son tan comunes como recibir tus primeras clases de merengue en la celebración de Año Nuevo por parte de un tío o tía en estado de ebriedad que insiste en que tu vida depende de tu capacidad de menear las caderas con sabrosura. Se rumora que Shakira siempre lleva unas cuantas Bon Bon Bums en su bolso.
Durante casi cincuenta años, las Bon Bon Bums se habían producido en la fábrica de Colombina de La Paila, al norte de Cali. En sus inicios, veinte trabajadores eran responsables de la producción de cuatro millones de colombinas al mes. Hoy, en esa misma fábrica, doscientos trabajadores producen más de cuarenta veces esa cantidad.
La paleta de caramelo Bon Bon Bum no es el único dulce de Colombina. El primero fue una chupeta plana de caña de azúcar y jugos naturales. A mi padre le gustaban, pero sus favoritos eran los caramelos con café colombiano. Se metía uno a la boca mientras conducía o esperaba en una fila, dos actividades inevitables de la vida bogotana. En el caso de mi hermana mayor, Francis, era una necesidad traer en mano la charolita rellena de crema mitad chocolate-avellana y mitad vainilla. Pasaba media hora con la pequeña espátula, comiendo meticulosamente y mezclando selectivamente las dos cremas. Mi abuela, quien vivía en una pequeña ciudad cercana a la frontera con Venezuela, compraba enormes cantidades de gomitas de fruta con la intención de revenderlas entre sus vecinos, pero con frecuencia cuando la veía estaba comiéndoselas, o apretándolas con la mano, haciendo que sobresaliera la gelatina colorida del centro, con las yemas de los dedos cubiertas del polvo de azúcar. Para mis primos más pequeños, los más divertidos eran los malvaviscos o masmelos, como los llaman en Colombia, cubiertos de fino polvo y que parecían sacacorchos suaves de colores pastel; los ondeaban frente a nosotros como si fueran anzuelos hasta que caíamos en la tentación y les dábamos una mordida.
Colombina nació en el Valle de Cauca, donde la tierra es cálida y húmeda. El aire huele a caña de azúcar y piña, que abundan en la región. La visión de Colombina le vino a su fundador, Hernando Caicedo, en la década de 1920, mientras se ocupaba de su pequeño molino de caña de azúcar. El molino de Caicedo, que hacían funcionar bueyes que caminaban en círculos con un yugo, producía bloques de azúcar sin refinar, a los que los colombianos siempre les han atribuido poderes medicinales, ya que con ellos preparan “aguapanela”, un brebaje de miel y limón que se creía que curaba de todo, desde un guayabo (cruda o resaca o ratón) hasta la generación escasa de leche materna. Fue en este ingenio azucarero donde se concibió la idea de los dulces con un estilo tropical. En tan solo unos años, Caicedo reunió los fondos, alistó una bodega y viajó con una máquina para hacer chupetas planas desde Estados Unidos al pueblo de La Paila.
Hoy Colombina es una empresa multinacional, pero también familiar, ya que la dirige el nieto de su fundador, César Caicedo. La fábrica de La Paila se ha vuelto tal vez la planta de caramelo macizo más grande de toda Suramérica. En ella trabajan 2300 personas y no es raro encontrar familias cuyas tres generaciones han trabajado en su área de producción. Colombina ofrece a sus trabajadores servicio de guardería, becas escolares e incluso celebra un torneo nacional de fútbol en el que 34.000 jóvenes jugadores tuvieron la oportunidad de llamar la atención de clubes profesionales este 2018. Cuando la compañía se despide del año viejo, lo hace en un coliseo cercano, con ayuda de una orquesta de charanga y una generosa variedad de platillos y bebidas, con mucho baile y carreta (fiesta o parranda).
Un vistazo al interior de la planta de Colombina muestra cómo esta filosofía corporativa de la vieja escuela se extiende hasta el área de producción. Muchos de los caramelos macizos que se elaboran ahí todavía se mezclan y preparan a mano, en parte para seguir empleando a más trabajadores. Las enormes tinajas donde los trabajadores dan vueltas al azúcar hasta que hierve con un resplandeciente color ámbar se remontan a tiempos anteriores a la creación de las Bon Bon Bums, al igual que los calderos de hierro donde los extractos de fruta y ese azúcar color ámbar se combinan para formar pegotes altamente pigmentados color neón. Trabajadores con delantales blancos y guantes de plástico color rojo ladrillo dan vueltas a mano con ayuda de unas largas barras al caramelo —en esta etapa ya se le llama caramelo— para que se enfríe. La sustancia pegajosa color neón se usa para elaborar Bon Bon Bums y Fruticas, unos dulces duros que en ocasiones tienen forma de corazones y limones.
Las máquinas —una mezcla de nuevas y antiguas— asumen el control una vez que el caramelo se endurece. Una de las nuevas máquinas puede producir en masa pequeños ejércitos de ositos de goma color rojo brillante, inyectándoles jarabes confitados y bañándolos de chocolate caliente que se secará en segundos para convertirse en una suave cubierta. Este es el proceso para el Grissly ChocoSplash, un favorito entre los trabajadores del área de producción. No obstante, hasta las máquinas antiguas conservan sus movimientos precisos e hipnóticos y escupen series de dulces moldeados a intervalos regulares. Los dulces recién elaborados por un conjunto de máquinas viajan por cintas en movimiento, en espera de la inspección manual. Con guantes y gafas protectoras asegurados a sus overoles con capucha, los trabajadores dan los toques finales, descartan los ejemplares defectuosos o acomodan los dulces sobre la cinta en la posición más adecuada, casi listos para ser empaquetados.
Habían pasado diez años desde la última vez que me comí una Bon Bon Bum. Cuando cumplí 24, consideré que era demasiado mayor para seguirlas comiendo. Hace poco, me volvieron las ganas y decidí que tenía la edad suficiente para volver a hacerlo. Revisé con la mirada los estantes de las bodegas de San Francisco una vez más antes de hacer un pedido en línea. Todos tenemos nuestros rituales para consumir dulces, pero yo había olvidado qué ceremonias llevaba a cabo cuando me comía una Bon Bon Bum. Mientras sostenía el palito del dulce con la mano, los movimientos de mi niñez que pensé que había olvidado regresaron con fuerza: mis manos desenrollaron la envoltura dando vueltas al caramelo y jalé los extremos ensanchados de la envoltura hacia abajo de tal modo que por unos segundos pareció ser una capa, antes de darle el tirón final para sacarla del asta. Pronto mi boca se llenó de sabores familiares: el sabor dulce y ácido que hacía que mi lengua se tensionara, el golpe accidental del caramelo macizo contra la parte posterior de mis dientes. Recuerdo que solía tratar de que la órbita de caramelo adquiriera una redondez perfecta mientras la chupaba; me sacaba la Bon Bon Bum de la boca de vez en cuando para inspeccionar mis avances. Continué la antigua tarea, hasta que los primeros bordes de color champaña rosada del chicle salieron a la superficie. Entonces, la sensación me trajo recuerdos infantiles que no sabía que todavía poseía.
Mi hermana Francis y yo matábamos el tiempo chupando Bon Bon Bums. La esfera color rubí se encogía cada vez más hasta que lo único que quedaba era el corazón de chicle. Este fue el metrónomo de nuestra niñez. Cuando la Bon Bon Bum se acababa, desarrugábamos la envoltura y Francis la sostenía de un extremo y yo del otro. Pedíamos un deseo y luego dábamos un tirón. El deseo se le cumpliría a quien se quedara con el pedazo más grande de envoltura. Yo deseaba la paz mundial, que sobrevivieran todas las ballenas o mi primer beso. Mi primer beso llegó de noche, en medio de la calle. Sucedió después de que me saqué de la boca una Bon Bon Bum, que volví a meter en cuanto el beso terminó. Cuando no había nada que hacer, ponía mi Bon Bon Bum a contraluz, para ver brillar el interior del planeta rojo traslúcido. Había burbujas de aire atrapadas en el deslumbrante interior del caramelo estriado, como las venas radiales de una hoja de plátano.
Recuerdo que la víspera de Año Nuevo me tendía en el piso de la casa de mi abuela. La Nona trabajaba la masa hecha bola en su cocina mientras yo laboraba en el piso con el dulce, usando la fuerza lenta y constante de mi lengua para hacer desaparecerlo. Al llegar la medianoche, un ramo de luces de bengala brillaba en mi mano, el cielo se llenaba de fuegos artificiales y el tío Víctor, nostálgico y feliz, salía a celebrar con nosotros. Se quedaba de pie con su rifle al borde de la selva y disparaba una vez hacia el cielo en dirección a las palmeras, justo como mi abuelo solía hacer. Y entonces, en el silencio sobresaltado tras el tiro, abría otra Bon Bon Bum.
Fotografías: Christopher Payne, fotógrafo especializado en la arquitectura y las industrias.
Ingrid Rojas Contreras es una escritora colombiana que vive en San Francisco. Este año publicó su primera novela, La fruta del borrachero.
Original: The New York Times