Nos acostumbramos a la muerte, pero no a la natural, a esa la Iglesia nos enseñó a tenerle miedo. Nos habituamos a la muerte violenta, a aquella que significa que un ser humano se siente con el derecho de asesinar a otro porque piensa distinto, porque es negro, gay, indígena, mujer, campesino, policía, soldado, líder social, entre otros.
Sobre los asesinatos de líderes sociales, por ejemplo, nos dijo el pasado martes el desacreditado fiscal Néstor Humberto Martínez que es la primera vez que las fuerzas del Estado no son las responsables de ese exterminio. Impresionante, fiscal. Nadie desde la justicia ha sido capaz de ponerles nombre propio a los genocidas de ese grupo social, pero usted ya supo a quién exculpar.
Perlas de Martínez: “A aquellos sectores que quieran ver reflejado nuestro futuro en el espejo del vecindario donde gobierna la violación de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario, donde transcurre la vida en medio de la miseria, la pobreza y la corrupción, les causa desazón y tristeza que hoy los victimarios de los líderes sociales no son agentes del Estado”.
Igualito a la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez, es decir, obsesionado con Venezuela y echando unos vainazos que sólo confirman una enorme ineptitud (¿o complicidad?) para encarar un problema mayor. Claro, es que en Colombia nadie viola los derechos humanos, ni el DIH, no hay miseria, pobreza, ni corrupción, es que eso sólo pasa con los “castrochavistas”.
En septiembre de 2018, Michelle Bachelet tomó posesión como alta comisionada para los Derechos Humanos en Naciones Unidas. En su discurso señaló: “Los defensores de derechos humanos en el continente americano afrontan riesgos cada vez más graves como resultado de sus legítimas actividades. Instamos a esos Estados a que fortalezcan las medidas de protección y prevención encaminadas a abordar rápidamente esta situación de deterioro. En Colombia, hasta el 1° de septiembre ONU Derechos Humanos había registrado 53 homicidios de notorios defensores de derechos humanos ocurridos durante el año en curso, y estamos verificando otros 57 casos”.
Me informan desde la Oficina de la alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Colombia que “desde septiembre de 2018 (después del discurso de Bachelet) se han verificado siete homicidios y otros 22 están en proceso de verificación, y desde la firma del Acuerdo de Paz en noviembre de 2016 se han verificado 163 asesinatos de líderes sociales y defensores de los derechos humanos y se ha informado de un total de 454 casos”.
Según el Sistema de Alertas Tempranas de la Defensoría del Pueblo, ocurrieron 178 homicidios de líderes sociales en 2018 y van 11 en lo corrido de 2019 con corte al 29 de enero. De los 178, 164 eran hombres y 14, mujeres. Cauca, Antioquia, Norte de Santander, Putumayo, Valle del Cauca, Caquetá y Nariño son los departamentos donde más han cometido asesinatos. Las cifras entre una y otra fuente varían, pero lo dramático es que igual se cuentan por cientos.
Adicional a las medidas de protección para detener el exterminio, como instó Bachelet, el país necesita voluntad política. Esa por ahora no la vemos y lo de las medidas es relativo. Entre Venezuela, la postulación para ser la sede de la Copa Mundial Femenina de Fútbol, el viaje a ver al papa en Panamá, el encubrimiento ante la censura evidente y otras cosillas, que maten líderes sociales parece ser un tema menor.
Un solo asesinato debería ser un escándalo. En Colombia no, aquí nos acostumbramos a matar como fórmula de poder y venganza.
**Periodista
Fuente: El Espectador
Febrero 1 de 2019