Por lo que a mí respecta, tres poderosas razones tengo para declararle todos mis afectos a esta tierra acogedora. Una primera razón es la de haberme acogido como docente durante veinticinco años en el Colegio “Bolívar “. Escale algunos cargos directivos pero mi mayor presea es haber podido incidir, poco o mucho, en la formación de varias generaciones de muchachos que hoy recuerdan con gratitud mi fugaz presencia en sus incipientes atareos juveniles. Así mismo, recuerdo con indeleble afecto la fraterna relación con tantos directivos y maestros compañeros, que fueron paradigmas de vida profesional y personal. Todo honor y toda gloria.
Hoy cumplo la friolera de ochenta años. El aire que me rodea está viciado de ira y putrefacción. La violencia campea en calles y veredas y la desolación cunde como virus irrefrenable. Hecatombe universal. Entonces, ¿Qué intonsa sinrazón puede patrocinar jolgorio alguno para celebrar tan confusa ancianidad? Nada justifica ninguna celebración.
Sin embargo, cumplido ya lo irremediable, me complace hacer una ligera retrospectiva de esta vida octogenaria, más como una postrimería que como un laudatorio.
Nací en Pensilvania, en el oriente de Caldas, un pueblecito idílico, un espacio amable, en donde el sereno paisaje amaina las tempestades del alma y las nemorosas fragancias dulcifican toda acritud del ánimo. Durante sesenta años he estado ausente de su amoroso cobijo pero todavía mi espíritu, a Dios gracias, se conforta con las memorias de la edad de la inocencia. Aaaahh!!!!, cómo sería feliz si pudiera desandar el camino a casa y poder levantar la tolda caminera, herencia noble de mi padre arriero, a mucho honor, y poder descansar, entonces, de mi larga errancia, bajo los enhiestos pinos susurrantes.
Por ese entonces, las candilejas de la gran ciudad nos atraían a los jóvenes pueblerinos con sus espejismos de horizontes pródigos en oportunidades y recompensas. Todavía hoy me pregunto con asombro por qué mi brújula señaló persistentemente a Soacha como el más seguro Norte.
Llegué a esta ciudad en enero de mil novecientos sesenta y cuatro, hace ya la bobadita de cincuenta y siete años. Soacha era todavía un pueblo apacible, donde la impronta aborigen destacaba en sus casonas de techo pajizo y amplios solares, en el tranquilo ajetreo agrario de sus gentes, y en el verde esplendor de los trigales y cebadales que amurallaban el recinto urbano, y cuyos airosos penachos se balanceaban al gélido ímpetu del viento sabanero. Y ya, también, las vaporosas fragancias de las industrias domésticas de la almojábana y la garulla y la aromada morcilla suculenta, seducían a los comensales más reticentes y auguraban la prosperidad de una incipiente economía casera. Y, todavía también, Bochica, guardián de la crepitante cascada, señoreaba entonces su pacifica grey desde su trono de nubes seculares.
Por lo que a mí respecta, tres poderosas razones tengo para declararle todos mis afectos a esta tierra acogedora. Una primera razón es la de haberme acogido como docente durante veinticinco años en el Colegio “Bolívar “. Escale algunos cargos directivos pero mi mayor presea es haber podido incidir, poco o mucho, en la formación de varias generaciones de muchachos que hoy recuerdan con gratitud mi fugaz presencia en sus incipientes atareos juveniles. Así mismo, recuerdo con indeleble afecto la fraterna relación con tantos directivos y maestros compañeros, que fueron paradigmas de vida profesional y personal. Todo honor y toda gloria.
La segunda poderosa razón para dejar este testimonio de amor a Soacha es haber recibido de su comunidad el más alto honor que sociedad alguna pueda conceder a un conciudadano. Con una voluminosa votación, más como un resultado de mi ascendiente como Maestro de varias generaciones de jóvenes que como reconocimiento de trayectoria política alguna, de la cual carecía por completo, fui elegido Alcalde Popular del Municipio. Mi desconocimiento absoluto de las mañas y tejemanejes políticos, aupado por mi natural buena fe en la probidad de mis congéneres, sumados a las ilegítimas y tendenciosas exigencias de un Concejo Municipal que condicionó el cumplimiento de sus naturales obligaciones a la recepción de privilegios y prebendas que les fueron negadas por abusivas e improcedentes, provocaron una serie de denuncias y acusaciones que me abocaron a un proceso penal por prevaricato y enriquecimiento ilícito, por cuya decisión final se estableció mi total inocencia. Hoy emplazo a denunciantes y detractores a que escudriñen, con su proverbial voracidad de hienas hambrientas, si en algún juzgado o tribunal hay condena alguna contra mí. Lo mismo en la Procuraduría General, por si tengo admonición o sanción alguna, por mínima que sea. Y, finalmente, que investiguen en cualquier Contraloría si tengo alguna glosa o sanción por detrimento fiscal. En cuanto al enriquecimiento ilícito puedo mostrar a mis obcecados detractores, zopencos de mierda, los últimos extractos bancarios que relacionan los precarios saldos de los pagos pensiónales de mi esposa adorada y míos.
Hice esta penosa digresión más para tranquilizar a mis amigos que para justificarme ante mis detractores. Como mis hijos y relacionados saben, ando con la misma muda de ropa que traje de mi pueblo hace sesenta años, quiero decir, con la precaria solvencia económica que me han procurado sesenta duros años de trabajo míos y los de mi conspicua compañera de viaje. Sin embargo, y a despecho de tamaño sinsabor, me considero sumamente honrado con tan señalada distinción.
La tercera es una razón de amor, de infinito e inefable amor, el amor de mi vida. Fue un domingo de matinée en el Teatro Bolívar, adjunto al Colegio. El milagro se dio. Un ángel moreno, frágil como un haz de luz imperceptible, y sin que mediara acción o voluntad alguna de mi parte, ni tan siquiera acercamiento o cortejo previo, un ángel moreno, digo, ocupó el asiento aledaño que, también cosa extraña, un minuto antes desocupara un compañero docente. Llámese casualidad o suceso circunstancial, yo lo llamo milagro, gracia de la vida que persistió cincuenta y tres años llenando mi existencia de infinita felicidad. Y persiste en el más allá porque ni la muerte ha podido tan siquiera mellar o ensombrecer el amor que me cayó del puro cielo ese domingo de matinée.
Y fui obsesivamente feliz con mi esposa María Cristina, en un hogar pleno de sencillas y maravillosas vivencias, no excentas, claro, de las dificultades y sinsabores de una convivencia tan ardua y prolongada. La naturaleza nos dio dos hijos que, si no son lumbreras de la patria, si colman a plenitud nuestros afectos y expectativas.
Y no digo más para no fatigar a mis amigos y colapsar al Facebook. Este es mi testimonio de vida, simplemente para no irme en limpio de este perro y desvírolado mundo. Quede mi protesta de gratitud y afecto para familiares y amigos y mis sentimientos de compasión y olvido para mis muchos malquerientes.