Por Vladimir Montaña Mestizo
A principios de este mes de mayo fue destruido el pictograma más representativo de Soacha, convertido, desde hace décadas, en el símbolo por excelencia del municipio. No se trató de un vandalismo inspirado por la ignorancia; aquella que lleva a que se conjuren amores en la piedra, a que se eternicen trivialidades o que a se demarquen las territorialidades de las “tribus” urbanas. En este caso, el pictograma fue bañado en pintura negra, chorreado de ignominia y devastado, como se hacía en tiempos de la invasión española; tiempos en que se profanaron los templos indígenas a punta de fuego y conjuros cristianos. Así, de manera semejante a las empresas de arrasamiento simbólico del pasado, esta pintura milenaria fue destruida para que no quedara de ella ni la esperanza de aplicarle algún proceso de restauración.
El Dios Varón, como se le llamaba a este pictograma, es la figura tutelar de una simbología municipal resignificada hace pocas décadas. Ello lo determinó algún profesional de la representación, convirtiéndolo en un referente contingente de la simbología local. Así pues, lo que estaba allá pintado en lo alto de la montaña cuando ni siquiera existía el municipio, se tornó el referente de una cosmogonía imaginaria que le define -incluso- como origen etimológico de la voz Soacha. “De acuerdo a las raíces lingüísticas chibchas [se lee en la página oficial del municipio] el nombre Soacha se divide en dos partes: SUA que significa sol y CHA que significa varón por lo que es LA CIUDAD DEL DIOS VARÓN”. La construcción de este personaje mítico dentro de la cosmogonía civil del municipio es tan importante que ocupa el primer verso del himno del municipio y da nombre incluso a la Orden Dios Varón, una condecoración que se entrega a personas naturales o jurídicas que eventualmente hacen obras en favor del pueblo. Este atentado actuó, entonces, contra el principal símbolo de una municipalidad y le desterró de su dimensión física.
La devastación del pictograma manifiesta una violencia simbólica de enormes repercusiones y pone en alto relieve las complejidades que, en el contexto colombiano, tiene la protección del patrimonio cultural. Nos alerta por supuesto sobre la incomodidad que puede generar el patrimonio cultural a determinados procesos de expansión urbana o minera (algo ya conocido) pero también del uso y abuso de la normatividad existente para beneficiar el deterioro mismo del patrimonio.
Quizás debamos empezar a llamar las cosas por su nombre. Al preguntarme si acaso usar la palabra “profanación” era pertinente o a lo sumo exagerado para referir el arrasamiento de una pintura rupestre de cientos de años de antigüedad ubicada en la zona alta de la vereda Panamá, en el barrio Altos de la Florida, la respuesta fue un sí rotundo. Se trató de una profanación, sobre todo si se tiene en cuenta que no fue un hecho aislado producto de la ignorancia, sino que se desarrolló de la mano de un entramado criminal que ha comprendido la importancia política de entablar una guerra contra las imágenes. La ruina del Dios Varón nos pone frente a la problemática de un proyecto urbanístico en donde han reinado organizaciones al margen de la ley que entienden, o al menos intuyen, la importancia de los bienes simbólicos y la necesidad de atentar contra ellos haciendo que simbólicamente esos mismos atentados resulten en su beneficio.
Vale decir que el territorio que rodea la profanación del Dios Varón está repleto de canteras de donde se extrae de manera legal e ilegal insumos para la construcción. Desde hace un lustro ya se veían piedras cercenadas a punta de maceta para suplir materiales de construcción en una de las zonas más alejadas del municipio. Esta profanación no debe confundirse, sin embargo, a la vandalización que normalmente se acomete sobre los bienes de interés cultural a través de grafitis u otras intervenciones y que, si bien son deleznables, no pueden considerarse parte de una empresa criminal.
El contexto de la destrucción del Dios Varón debe relacionarse con el accionar de unos “tierreros” que fue puesto en evidencia desde 2022, cuando el mismo alcalde Juan Carlos Saldarriaga alertó que “tierreros están destruyendo rocas, dividiendo el terreno para venderlo por lotes y abriendo vías clandestinas para acceder a zonas ambientales reservadas”. Hasta hace algunas décadas, la ampliación de la frontera urbana en las periferias, como es bien sabido, sobre todo en las zonas más escarpadas, históricamente se había efectuado a través de ocupaciones ilegales que se iban instalando de manera autárquica sin ninguna mediación civil o comercial. Diferente a estos procesos de ocupación espontánea, las invasiones promovidas por los tierreros han desarrollado unas organizaciones inmobiliarias que talan árboles, despejan piedras, construyen vías y comienzan la documentación de procesos de ocupación ilegal a cambio de “contribuciones” que tienen mucho en común con el sistema tributario propio de las estructuras mafiosas.
La profanación del Dios Varón de Soacha es peculiar, entonces, tanto por la saña de los perpetradores, como por las acciones de la administración local para proteger este bien patrimonial. El fatal desenlace ya había sido previsto por diferentes medios de comunicación local y la alcaldía misma en 2022 ordenó la destrucción de vías ilegales que amenazaban la ampliación urbana en dirección del mencionado bien cultural. Del mismo modo se le incluyó en un plan de manejo arqueológico que no llegó más allá del papel, y que contrariamente a sus intenciones, pudo alertar a quienes agenciaron su destrucción antes que se pudiera implementar cualquier acción real de manejo.
Cómo puede verse, el anuncio de una eventual (y teórica) acción de protección alertó a los perpetradores y puso en marcha la acción criminal. La pregunta emergente es ¿cómo proteger estos bienes si el sólo anuncio de su protección acelera su propia devastación? Diego Martínez Celis, gestor de patrimonio arqueológico y destacado conocedor del arte rupestre prehispánico del Altiplano Cundiboyacense, señala que en la actualidad la ambigüedad legal hace muy difícil a las instituciones la protección de las áreas de interés cultural que se encuentran en propiedades privadas. Hablamos de todos aquellos Bienes Inmuebles de Interés Cultural (BIC) de carácter arqueológico (pinturas, monolitos, abrigos rocosos) que se encuentran dentro de predios particulares, y cuya protección depende exclusivamente de la voluntad o (no) de los propietarios sin que haya algún tipo de incentivo para su protección. Sería preciso otorgar beneficios tributarios o algún tipo de oportunidad particular a aquellos propietarios o vecinos que decidan apropiarse y proteger los bienes de interés cultural -señala Martínez Celis-. Sin embargo, como se puede observar en el caso del Dios Varón el asunto es más complejo, pues no se refiere a la protección contra el vandalismo o el deterioro por causas naturales, sino que implica la acción de empresas criminales (legales e ilegales) que se topan con el «estorbo» del patrimonio.
Resulta entonces necesario coadyuvar a la construcción de una normatividad mucho más específica en lo relativo a bienes inmuebles de carácter arqueológico, promoviendo una preservación y apropiación patrimonial de hecho. La legislación debe entonces prever este tipo de arrasamientos por fuera de la concepción del vandalismo, entendiendo que los bienes de interés cultural normalmente se encuentran amenazados por intereses particulares que están fuera de la legalidad, incluso al interior de firmas legales. Estamos ante una situación semejante a la que ocurre con las quemas de las áreas naturales protegidas provocadas por la expansión ganadera que han entendido cómo, ante normatividades proteccionistas, encuentran que lo más sencillo para el cumplimiento de sus objetivos es eliminar el bien protegido de la faz de la tierra. Los bienes de interés cultural y natural deben ser entonces protegidos, incluso en medio de su infausta desaparición, lo que permitiría eliminar la posibilidad de convertir la devastación fáctica en una paradójica estrategia de legalización de su propia destrucción.
Vladimir Montaña Mestizo: Antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia, máster en Historia en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París y candidato a PhD en Historia en la Universidad Nacional de La Plata. Profesor Universitario. Investigador del Instituto Colombiano de Antropología e Historia.
Fuente: Razón Publica