Por Victoria Flórez Vellojín
Son muchas las historias que se cuentan acerca del Salto del Tequendama. Unos dicen que allí están las almas en pena de aquellos que se han suicidado saltando desde lo alto de la cascada y que vagan por los alrededores del lugar, otros dicen que el Hotel del Salto fue abandonado porque se encuentra embrujado, y que supuestamente en ocasiones en esta edificación es posible ver apariciones y escuchar los gritos de los espíritus. Incluso la formación del Salto es atribuida a un mito indígena que dice que el salto se formó por obra divina para evacuar las aguas que inundaban a Bogotá. Y entonces se pregunta uno, ¿cómo fue que un lugar tan popular en el siglo XX, que se distinguía por sus lujos y por hospedar a personas de dinero y prestigio, pasó a convertirse en el objeto de muchas historias de terror?
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Al llegar al Salto del Tequendama lo primero que se ve es una edificación de paredes blancas y techo rojo, con muchas ventanas y balcones, adornada por columnas talladas, y una bandera de Colombia ondeando en la entrada. Hoy se conoce como la Casa Museo Salto del Tequendama, que funciona como un museo dirigido por la Fundación Granja Ecológica El Porvenir, con el apoyo de la Universidad Nacional. Con el propósito de cambiarle la imagen a al lugar, esta organización adquirió la casa, a la cabeza de María Victoria Blanco y Carlos Cuervo, ya que la fundación lleva varios años trabajando por la recuperación del patrimonio ambiental, cultural e histórico de esa región. La casa pertenecía antes a Roberto Arias, el fundador de Colsubsidio.
La edificación de arquitectura francesa y estilo republicano, que se encuentra establecida totalmente sobre roca, se empezó a construir en 1923, basada en la construcción de la muralla de Cartagena, por la posición y amarre que tiene la roca; para después empezar a funcionar en 1927 como una estación del Ferrocarril de la Sabana, de la que todavía es posible apreciar un pequeño tramo de la estructura hecha en bloques de cemento, que se intenta esconder tras los frondosos árboles de la montaña.
En 1930 la casa pasó a utilizarse como un hotel, que contaba con cuatro niveles más una suite presidencial. En el primer nivel estaban las albercas y los lavaderos, en el segundo nivel se encontraban las habitaciones de segunda clase, el tercer nivel era el salón central y en el cuarto nivel estaban las habitaciones de primera clase. Actualmente, los turistas pueden acceder a los dos últimos niveles de la casa, entre el polvo y el olor a pintura que se desprende del proceso de reconstrucción del lugar.
El ingreso a la Casa Museo tiene un valor de cuatro mil pesos para los adultos. Se entra por el lado izquierdo de la casa, y se accede al interior de esta por la puerta principal que tiene forma de arco y está adornada por unas columnas de yeso finamente talladas. En la parte superior de la puerta está una escultura del escudo de armas del Distrito Capital de Bogotá, que muestra al águila negra rampante, pero sus alas se encuentran un poco recogidas, lo que me explicó Luis Carlos Cárdenas, guía de la Casa Museo, es para “expresar la significación de la opresión española”.
En el primer nivel de la Casa del Tequendama, de paredes blancas y columnas muy similares a las que se encuentran afuera, hay una exposición con fotografías e infografías que hablan sobre el Río Bogotá. Después, el guía con su distintiva chaqueta roja de la fundación, nos dirigió a un pequeño cuarto donde se mostraba un video que hablaba acerca de la contaminación del río.
Posteriormente, el recorrido prosiguió en el nivel superior de la casa, donde el espacio era rápidamente ocupado por los turistas y por los obreros que trabajan en la reconstrucción del lugar. Esta parte de la casa es muy amplia y con mucha iluminación, adornada con columnas talladas en yeso, de una meticulosidad bastante llamativa, y que encierran el ambiente republicano de la estructura original. Los pisos son de madera bastante vieja, y al pisarlos hacen un sonido agudo que indica que hay que tener cuidado al caminar sobre ellos. Al fondo de este nivel se encuentra una puerta que conduce a un balcón, desde donde se puede admirar a lo lejos el Salto, las montañas que lo rodean, y el abismo adornado de verde y gris por las plantas y las formaciones rocosas del lugar. El tour continuó en el exterior de la casa, en la planta inferior en donde se encuentra un mirador, desde el que se hace más evidente la ubicación de la edificación sobre una roca que mide 1.472 metros cuadrados.
A lo largo del tour no podía evitar preguntarme qué es de este histórico lugar lo que despierta tantas historias de misterio, así que cuando se finalizó el recorrido me acerqué al guía para preguntarle sobre el lugar, y casi como un reflejo natural, Luis Carlos Cárdenas se apresuró a aclararme que las historias que se cuentan sobre la casa y el Salto no son reales. “Todo el mundo dice que acá asustan, porque es muy cierto que la gente se botaba al vacío, debido a esto ha habido rumores que dicen que el Salto está embrujado y que en la Casa del Tequendama hay fantasmas –dijo el guía-, pero una cosa es que le cuenten a la gente esas historias, y otra cosa es verdaderamente lo que el lugar suscita; este es un lugar artístico, ambiental, histórico y cultural”.
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Al salir de la Casa Museo decidí ir al lugar en cuestión, la cascada. Así que caminé un par de minutos por la orilla de la carretera hasta una cerca de alambre de púas, por la que no se puede cruzar. Para llegar a la parte superior del Salto es necesario saltarse el muro que separa la carretera de la zona verde. Después toca caminar cuidadosamente y muy despacio para no caerse, unos cuantos minutos más cuesta abajo, entre los árboles y las plantas, por un camino que no tiene más de unos centímetro de ancho, y que se nota ha sido formado a la fuerza por las personas que como yo, quieren llegar a la caída del agua. Al llegar allí, varios elementos llamaron mi atención: una figura de la Virgen María que se encuentra de frente a la cascada, es de un tono azul que contrasta con el fondo verde de las plantas, y debido a su localización llegué a la conclusión de que la han debido poner ahí por las personas que solían saltar desde ese punto; también se encuentra una gran roca puntuda que mide más de dos metros de alto y que tiene un par de nombres escritos en ella; se ve una curiosa formación rocosa antes del punto en donde cae el agua, las rocas allí se ven desgastadas, su superficie es irregular y cada roca tiene una forma distinta a las otras, casi como si estuvieran hechas de plastilina; el agua se ve de un color café turbio y en algunas partes hay basura adherida a las rocas; pero lo que me pareció más curioso es la espuma que se forma entre las rocas, esa espuma que se eleva por momentos debido al flujo del agua y al viento, y que después cae como lo hace el agua, formando en el río una capa blanca parecida al icopor.
Desde ese punto se puede observar todo el paisaje, a lo lejos se observa la Casa Museo, y para los que no le temen a las alturas, se pueden inclinar un poco para ver el abismo de ciento cincuenta metros de alto y la manera como cae el agua. A pesar de lo que dice la gente, la cascada no olía mal, en realidad no olía a nada gracias al avance que se ha realizado en el proceso de descontaminación del río. Lo que sí podía sentirse era la humedad y un cambio leve de temperatura. Después de admirar este paisaje me retiré por el mismo camino por el que llegué, evitando a las bolas de espuma que se levantan por el aire y caían muy cerca de mí. Me dirigí de nuevo a la Casa del Tequendama.
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Al lado de la Casa Museo, entre la carretera y el abismo, se encuentran unas casetas donde se venden productos a los turistas que llegan a conocer el Salto, desde aguas aromáticas hasta almuerzos. La caseta que está más cerca de la casa, a lado de un pequeño parqueadero que hay allí, se ve bien arreglada, con un techo sostenido por columnas blancas de yeso y un barandal del mismo estilo de las columnas. Esta caseta conserva la armonía con la apariencia de la casa museo, a diferencia de las otras que se encuentran un par de metros más lejos, e inclusive tiene dos pequeños jardines, uno en cada lado de la entrada. Las demás casetas son mucho más rústicas, elaboradas con tablas de madera que se han teñido de un color negruzco por el humo del carbón con el que cocinan ahí.
Yo tenía entendido que existe una disputa entre la Fundación Granja Ecológica El Porvenir, y las personas que se dedican a vender en estas casetas, así que me acerqué a la caseta de columnas blancas en donde estaban dos personas, un hombre de edad un poco avanzada y una mujer de baja estatura, ambos tenían una expresión amable. Solo estaban ellos dos en esa caseta, así que asumí que ellos atendían allí, entonces les conté lo que había escuchado acerca del problema que tienen con la fundación y les pregunté si era cierto. La señora, Carmenza Ramírez, me ofreció una silla para que me sentara y enseguida me comenzó a relatar lo sucedido.
“Ellos nos dicen a cada rato que nos va a sacar porque van a colocar una reserva natural –sostuvo Carmenza Ramírez refiriéndose a Carlos Cuervo y María Victoria Blanco, los dueños de la casa-, pero nosotros toda la vida hemos trabajado acá y no queremos problemas de ninguna clase, solo queremos adecuar nuestro puesto. El puesto de allá era de mi mamá -dijo señalando la caseta de al lado-, y ella nos lo dejó a nosotras, y este de acá es de mi sobrina y mío. En el primer puesto trabajamos como cuatro o cinco, nos turnamos cada semana. Nosotros vivimos aquí mismo, aquí a la vueltecita. Acá se han ido como tres personas a vivir a Soacha, pero todos somos de acá”. Mientras la señora Ramírez me hablaba, el señor, su esposo, también comentaba sobre la situación. “Cuando estaba el doctor Arias, el antiguo dueño de la casa, él nunca molestó acá por las casetas, y después le vendió el hotel a la Fundación y ahora el nuevo dueño se quiere apropiar de todo esto”.
Durante la conversación, la señora Ramírez me ofreció un agua aromática y seguimos conversando. Me contó que para adecuar la caseta así como está, con las columnas de yeso y el barandal, ella y su sobrina tuvieron que sacar un préstamo en el banco, porque su intención es que su puesto se vea bien para que los turistas se sientan más cómodos. A medida que hablábamos me di cuenta que se iba formando rápidamente una capa de neblina, hasta el punto en que era imposible vislumbrar el salto, las montañas o las rocas, como podía hacerse unas horas antes. Lo único que podía verse era lo que estaba cerca, porque incluso la Casa Museo se veía bastante opaca por la neblina. Pensé de nuevo en las historias de fantasmas que cuentan acerca del lugar, y que esa neblina tan espesa no ayuda mucho a desmentir las historias, de hecho le da un toque de misterio a la casa. Hice caso omiso a ese pensamiento y continúe hablando con la señora Ramírez mientras me terminaba de tomar el agua aromática.
“Casualmente, el presidente de la Junta de Acción Comunal hizo una carta para enviársela a la Fundación para que habláramos con el hotel, y de una vez nosotros aprovecháramos para ver cuál era el inconveniente, y por qué nos quieren sacar de acá –continuó la señora Ramírez con su relato-, nosotros dijimos que íbamos a hablar todos con ellos para llegar a un acuerdo para que nos dejen adecuar el sitio bien bonito. Nos decía un doctor de la Alcaldía que podemos unirnos en un comité, y la Alcaldía en eso nos podía ayudar. Todo eso lo estamos haciendo ahorita. Nosotros ya sacamos el carné de alimentos y todo. Nos duele que nos digan ‘es que ellos los quieren sacar’. Nosotros queremos sentarnos a hablar con ellos. A los empleados de la casa los regañan porque no pueden venir ni a tomarse una aromática ni a comer algo”, aseguró la señora Ramírez mientras organizaba algunas cosas de la caseta.
Agradecí a la señora Ramírez y a su esposo por su tiempo y por el agua aromática, y me dirigí a la carretera a esperar un bus que me llevara hasta un lugar que le dicen la Virgen, para tomar otro bus hasta San Antonio del Tequendama.
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Después de transitar por una carretera compuesta en gran parte por curvas, llegué a San Antonio del Tequendama. El bus me dejó en la plaza principal del pueblo. Allí se sentía un ambiente muy tranquilo, no había mucha gente en la plaza, entonces me di cuenta que casi todas las personas estaban en la iglesia y le pregunté a una señora en una tienda que si a esa hora era la misa y me dijo que no, que la gente estaba en un funeral. Decidí esperar a que la gente saliera de la iglesia para poder hablar con un par de personas, mientras tanto me fui a almorzar en un restaurante cerca a la plaza.
Al acabarse el funeral, la gente salió de la iglesia y se dispersaron, unos se fueron por diferentes caminos que llevan de la plaza a las casas del pueblo, y otros se quedaron allí. Hablé con un par de personas acerca del Salto del Tequendama, en su mayoría no estaban muy informados de la labor que cumple la Casa Museo ni sobre el proceso de descontaminación del río, parecía que ese tema no les interesara mucho. En lo que todos con quienes hablé coincidían, era en decir que existen historias de fantasmas en el salto, pero eso no quiere decir que ellos crean que las historias son ciertas, solamente las conocen porque viven en esa región y las han escuchado.
Permanecí unos treinta minutos más en la plaza mientras esperaba que llegara el bus que me llevaría de vuelta a Bogotá. En el camino de regreso volví a pasar por las cacetas, por la Casa Museo y por el Salto. La neblina ya se había disipado y era posible ver con claridad la cascada una vez más.
Al final me di cuenta de que en el Salto sí hay fantasmas, pero no son los espíritus terroríficos que cuentan las historias de miedo para asustar a la gente; los fantasmas del Salto son diferentes. Pienso en el fantasma que es el recuerdo de lo que el río Bogotá fue una vez, antes de que toda la contaminación lo convirtiera en un pozo de suciedad y desechos, cuando este pasaba por el Salto del Tequendama y se convertía en una majestuosa caída de agua. Pienso en el fantasma de una tradición familiar de esas personas que venden productos en sus cacetas a la orilla de la carretera; como antes no les ponían problemas por hacer su trabajo y ganarse la vida, pero ahora les quieren quitar la única fuente de ingresos que tienen. Pienso en el fantasma del recuerdo de la casa del Salto, que comenzó como estación del tren y luego pasó a ser un hotel, para tiempo después convertirse en una edificación abandonada a causa de la contaminación del río y que ahora es un museo que sirve como punto de inicio para concientizar a las personas del daño ecológico que le hemos hecho a esta zona durante décadas. A decir verdad, los fantasmas del Salto no son almas en pena, son el recuerdo de algo que hemos perdido y que esperamos no sea muy tarde para recuperarlo.
Tomado de el campesino.co