Por Andrew Barbosa Salamanca
Alejandra amó tanto a Tuluá, que jamás se atrevió a imaginar un futuro lejos de su ciudad.
Y no era para menos, pues a pesar de crecer en los convulsionados años noventa, tuvo la fortuna de tener una infancia feliz, la que no necesitaba de lujos para crear fuertes e irrompibles lazos con su tierra, como el amor por su familia, sus amigos, y la comunidad, esos que conservó hasta el día que unos viles sicarios cegaron su vida.
Creció entre el sabor de la caña, el deporte, el baile, los tangos, la salsa, el paseo de olla, y los barullos de un vecindario colmado de niños.
Perteneció a esa última generación que tuvo el privilegio de disfrutar jugar a la golosa y el yermis en las calles, interrumpidos por la puesta del sol y el grito de los padres ordenándoles entrar a sus casas.
Como estudiante brillante del Instituto Julia Restrepo, se destacó por su liderazgo y comprendió que su destino en la vida, y lo que le daría sentido a su existencia, no era vivir para acaparar fortuna, casarse para vivir desdichada, ni mucho menos forjar un estatus para alimentar el ego.
No, era algo más simple, como servir a los demás, a su comunidad. Un propósito del todo difícil, especialmente en un país donde todos los días se huye de la muerte prematura.
Haber cumplido ese propósito, la hizo siempre feliz. Aprendió de su padre, un policía introvertido y entusiasta de su profesión, que el esfuerzo y la tristeza, más que sacrificios, hacían más llevadera la vida ante la tragedia.
De su madre, una devota ama de casa, recibió no solo el don de la generosidad y el rigor por el trabajo, sino que le heredó su sonrisa espontánea y tierna, la misma que nunca dejó de expresar ni en los momentos más aciagos.