Durante décadas fuimos un país negacionista e iluso, pero no, ya no: hoy hay que hablar.
Sorprende que todo esto sorprenda. Pues cuando una clase dirigente se porta como una realeza, descendiente de Dios en una democracia hereditaria, se está escribiendo su descalabro, su caída. Hoy además es imposible posponer una república, o sea una ciudadanía de iguales de acuerdo con una Constitución, a punta de cortinas de humo y de incendios: si un Gobierno renuncia a hacer política, y agarra cara de inquilino que quiere tomar posesión, y no entiende que una sociedad no está hecha a imagen y semejanza de una presidencia, ya no hay Copa América ni Giro de Italia ni Miss Universo que distraigan, no, no hay circos que anestesien a los pueblos sin pan en estos días en los que aquello de que “todos estamos conectados” no es una sospecha de los panteístas, sino un hecho.
Sorprende que sorprenda que el presente no sea el pasado. Hubo fútbol para apaciguar a los países de la masacre de las bananeras, del Bogotazo, del Palacio de Justicia, de la ‘parapolítica’, pero esta vez, aun cuando el Gobierno insistió e insistió en la táctica de disfrazar de servicio social el negocio de la Copa América hasta que se le enredó como cualquier reforma, no iba a haber goles que durmieran a los hinchas que marchan en las calles, ni podrán darse torneos nostálgicos hasta que el Estado –un Estado al que le pesen 57 asesinatos, 18 víctimas de violencia sexual y 2.387 casos de violencia policial durante el paro– tenga un gabinete que represente al país y cree mesas de trabajo de jóvenes que saquen adelante la igualdad de las suertes que proponen tanto el acuerdo de paz como la Constitución: para entender que hoy el circo no engaña e indigna bastan esos dos partidos de la Copa Libertadores entre gases lacrimógenos.
Sorprende que sorprenda que no sean los ochenta. Durante décadas se exigió a nuestros ciclistas que probaran al mundo que aquí había más escarabajos que mulas, se ordenó a nuestros futbolistas que demostraran a la especie que acá no solo matábamos por cometer autogoles y se confió a nuestras reinas de belleza la misión de desmentir ante el universo los monstruos de esta cultura, pero no, ya no: hoy nuestra imagen depende enteramente de nuestra capacidad para pactar la paz porque no solo hemos dejado de ser aquel país con tres canales de televisión, sino que, como cada cual es su propio canal, vemos en vivo esta represión de machos sanguinarios en las calles de Pasto o Popayán. Durante décadas fuimos un país negacionista e iluso que seguía adelante, a pesar de sus guerras y sus desigualdades y sus traumas, con la convicción de que una buena gerencia nos haría libres –y los números volverían innecesarias las palabras–, pero no, ya no: hoy hay que hablar.
Y, sin embargo, a pesar de darle a esta democracia tan frágil el desprestigio de una tiranía, a pesar de la defensa que hicieron los futbolistas colombianos de la sensatez y de las “voces que piden un país más justo”, este gobierno efímero pero terco insistió sin vergüenza en montar su desafiante campeonato de la reactivación, de la unión. Dijo el presidente Duque, allá en su sueño, que “sería absurdo que no se jugara la Copa América acá cuando sí se va a jugar la Eurocopa”. También aseguró –refiriéndose a los estremecedores bloqueos– que “este no va a ser el último paro que viva Colombia en su historia” y que nuestra respuesta como sociedad “va a marcar qué va a pasar en el futuro”, pero poco nombró la huella que ha dejado la represión.
No será este el último paro. Dentro de poco habrá otro y otro y otro más si no se da un nuevo pacto social que empiece por el reconocimiento político de esta enorme protesta contra la violencia estatal. Y todo esto va a ser en vano si seguimos jugando a que el circo sea el pan.
Fuente: El Tiempo