Todas las mañanas recibo en mi correo la columna de Gustavo Álvarez Gardeazábal conocida como El Jodario, y la del jueves 25 de junio se tituló “Si algo es verdad, ¡apague y vámonos!”.
Entre varias preguntas que allí formulaba, una llamó mi atención: “¿Será verdad, como dice HRW, que existe un grupo crecido de generales de la República involucrados en el fatídico programa de falsos positivos, y que entre ellos está el actual comandante del Ejército?”. Carcomido por la curiosidad, le pregunté: “¿Qué pasaría si en efecto el comandante del Ejército estuviera involucrado en falsos positivos?”. Y esto me contestó: “Que el Ejército se puede quedar sin generales”.
Tiene razón de sobra el escritor valluno en su preocupación, por lo que implica para la vida institucional de la Nación que la Fiscalía esté adelantando investigaciones contra 16 generales del Ejército activos y retirados, según contó la muy seria entidad norteamericana vigilante de los Derechos Humanos, Human Rights Watch (HRW), en informe titulado El rol de los altos mandos en falsos positivos. Aún más preocupante es saber que estarían involucrados el actual comandante general de las Fuerzas Militares, general Juan Pablo Rodríguez Barragán, y su homólogo en la comandancia del Ejército, general Jaime Lasprilla. (Informe de HRW aquí). Las acusaciones contra el general Rodríguez Barragán provienen en parte del coronel (r) Robinson González del Río, quien afirma que aquel participó en la falsificación de situaciones de combate y “contrató a un investigador policial para que hiciera la acomodación en la escena”.
Son acusaciones de extrema gravedad, y fueron el motivo por el cual el presidente Juan Manuel Santos y el procurador Alejandro Ordóñez coincidieron en descalificar airados dicho informe, el primero pidiendo “que no nos vengan a manchar la institución» y el segundo exigiendo del Estado –en lugar de condenar los falsos positivos- “una condena fuerte a esas conclusiones (de HRW), por ligeras y envenenadas”. Esto último podría oscilar entre una imprudencia verbal o una abierta complicidad con prácticas criminales, pues Ordóñez es precisamente el juez disciplinario de las Fuerzas Armadas y debería saber que una sentencia del Tribunal Superior de Cundinamarca por las víctimas de Soacha elevó ese caso a delito de lesa humanidad, al considerar que fue parte de “un plan criminal sistemático y generalizado” contra la población civil.
Pero el colmo de la infamia no está ahí, sino en este trino que publicó el expresidente Álvaro Uribe: “En reunión con las madres de Soacha varias me expresaron que sus hijos estaban infortunadamente involucrados en actividades ilegales, lo cual no excusa asesinatos, pero la hipótesis no fue examinada por la justicia”. (Ver trino) ¿Será posible mayor re-victimización? Aquí convierte en criminales a las víctimas y en cómplices a sus madres, al mostrarlas como conocedoras de supuestas conductas delictivas de los hijos que les mataron. ¿Habrá alguna madre de Soacha que confiese que le contó a Uribe de supuestas actividades criminales de su hijo antes de caer asesinado a manos del Ejército? No creo. Además, si eso le hubieran dicho lo habría publicitado con bombos y tuiterazos ese mismo día. Pero es la primera vez que lo menciona, porque es hoy cuando en su defensa se agarra hasta de un clavo ardiendo.
El meollo de la infamia reside en que pretende descargar la culpa sobre las víctimas para justificar esos crímenes de lesa humanidad, pero no ante la opinión pública sino ante sus mismos autores, en tácito reconocimiento de que supo lo que allí ocurría y de que las instrucciones que se impartieron con tal propósito tenían legitimidad.
Hay entre esos 16 generales uno cuyo nombre brilla con luz propia, Mario Montoya Uribe, quien era el comandante del Ejército cuando se destaparon los falsos positivos (que precipitaron su salida), y es el mismo de quien HRW dice que “al menos 44 presuntas ejecuciones extrajudiciales perpetradas por soldados de la Cuarta Brigada se dieron durante el período en el cual el general Montoya estuvo al mando.” A él también lo señala el coronel González del Río al revelar que fue el ‘cerebro’ de las ejecuciones extrajudiciales, y a los comandantes de las zonas a su cargo les decía: “Yo no quiero regueros de sangre. Quiero ríos de sangre. Quiero resultados”. (Ver confesión).
Un aspecto del informe de José Miguel Vivanco que no se puede soslayar, es cuando se refiere al conocimiento que debió tener ese copioso grupo de generales sobre lo que ocurría. En caso contrario sería como si hubieran nadado en una piscina sin mojarse, en consideración a que fueron “ejecuciones extrajudiciales aparentemente generalizadas y sistemáticas cometidas por soldados de casi la totalidad de las brigadas en cada división de Colombia”.
El punto a dilucidar es de dónde partieron las instrucciones para la puesta en marcha de semejante máquina de asesinatos en masa por toda la geografía nacional, si del comandante del Ejército o de su jefe directo, el presidente Uribe. Es en este contexto donde se articula la directiva 29 de 2005 expedida por el entonces ministro de Defensa Camilo Ospina, la cual ofrecía $3’815.000 por guerrillero abatido y según Ramiro Bejarano (Tragedia que no cesa) “sirvió de base para que se montara esa tenebrosa operación de ejecuciones extrajudiciales”.
De todo lo anterior surge un nuevo interrogante: entre esos generales comandantes de brigada o de zona que ordenaron o supieron del asesinato de jóvenes para hacerlos pasar como bajas guerrilleras, ¿cuántos lo hacían convencidos de que actuaban “por el bien de la Patria” y cuántos eran conscientes de que se trataba de una práctica criminal, pero callaban, porque estaban obligados a la obediencia y al cumplimiento de esas órdenes?
Bastará con que a uno solo de estos últimos su conciencia de hombre íntegro, decente y correcto lo impulse a contar de dónde llegaron las órdenes, para que se haya salvado la dignidad de nuestro glorioso Ejército Nacional y no tengamos que decir ‘apague y vámonos’.
DE REMATE: Al cierre de esta encuentro tres columnas referidas al mismo tema: una de María Elvira Bonilla (¡Que hablen los generales!) donde cuenta que “los cuatro generales más comprometidos ya fueron llamados a interrogatorio. Ojalá empiecen a hablar”. Otra de Antonio Caballero (Tres mil cadáveres) donde le responde al presidente Santos que “están manchados (los generales) porque se mancharon ellos, no porque alguien se haya dado cuenta«. Y una de Hernando Gómez Buendía (El infierno en Colombia) en la que dice: «El acto necesitó demasiados cómplices para ser un secreto y fue repetido demasiadas veces para tratarse de manzanas podridas o de casos aislados«. Conclusión, crece la audiencia de columnistas indignados por semejante vergüenza nacional. Ahora falta que la indignación se contagie a los editores y dueños de los medios donde escriben esos columnistas que solo le llegan a una élite ilustrada.
En Twitter: @Jorgomezpinilla
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Junio 30 de 2015