La tragedia de Edier Adán Lopera, asesinado en Tarazá hace casi tres meses, no termina. Sus vecinos siguen esperando el momento para despedirlo como el líder que fue. Esta es la historia de un campesino víctima de la violencia que aún permanece insepulto.
*Por Patricia Nieto – Hacemos Memoria
Edier Adán Lopera Restrepo no descansa en paz. Su cuerpo, ultrajado por la violencia del asesinato, sometido a los estragos del abandono a campo abierto y manipulado hasta el tuétano por expertos, yace en un laboratorio forense pese a que han pasado ochenta y un días desde su muerte. El último viaje de Edier Adán, que sirve de motivación a este texto, podría convertirse en el relato dramático de historia de la Colombia de hoy, pero este no parece ser el momento para narrarlo con toda su intensidad pues el terror ha enmudecido a los sobrevivientes y, en ese estado, el único testimonio posible está hecho de silencio.
La información según la cual el cuerpo de Edier Adán llevaba varios días expuesto al sol y al agua se transmitió por diversos medios. Desde el 21 de junio, cuando la Asociación de Campesinos del Bajo Cauca (Asocbac) denunció el asesinato ocurrido el 15 de junio y la orden de no recoger el cuerpo dictada por los asesinos, los escasos datos disponibles se convirtieron en una letanía angustiante. El conteo público de los días de abandono del cadáver tuvo que comenzar en seis, pues la noticia tardó una semana en conocerse por fuera de los límites de Tarazá, un pueblo agricultor, ganadero y minero asentado en la cuenca del río Cauca, codiciado por diversos grupos armados.
El cuerpo de Edier Adán soportó durante diez días el rigor de los 34 grados que alcanzó la temperatura en Tarazá, en junio pasado, sin un techo que lo protegiera; también estuvo nueve noches a merced de la naturaleza, privado del cuidado final de quienes lo amaban porque fueron obligados a llorarlo en la distancia. Su historia de campesino inerme asesinado a plena luz, la de su familia acorralada por el pánico y la de sus vecinos en diáspora no pudieron ser contadas porque la contundencia del cuerpo insepulto secó las palabras, congeló el tiempo y silenció hasta los lamentos. Al lograr ese efecto, el crimen –la degradación pública de la carne y de la memoria de Edier Adán– se convirtió en victoria para los asesinos que siguieron su camino al amparo de la impunidad.
Las últimas palabras públicas sobre el caso las emitió la Gobernación de Antioquia la noche del miércoles 24 de junio de 2020. A través de su cuenta en la red social Twitter, anunció que un grupo conformado por la policía judicial y el ejército de Colombia había rescatado el cuerpo en un sitio boscoso muy alejado de los centros urbanos. Después del mensaje, José Ignacio Castaño Giraldo, Secretario de Gobierno (e) de Antioquia, dijo en la televisión local que debido a la inseguridad en la zona del crimen, la comisión necesitó varios días para localizarlo. Los dos mensajes pusieron fin al seguimiento periodístico de un caso que durante varios días le confirmó al país que, en efecto, había entrado en una nueva espiral de crueldad. Los periodistas se fueron a cubrir otras atrocidades, pero el sufrimiento de Edier Adán y de su familia no terminó con el rescate; tampoco comenzó con el asesinato.
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Urales, la vereda donde Edier Adán plantó su finca, ocupa un pequeño paraje en las últimas montañas escarpadas que custodian el cañón del río Tarazá al abrirse paso hacia el encuentro con el río Cauca y, ya mezclado en sus aguas, internarse en la región Caribe. Por estar en las últimas estribaciones de la serranía de Ayapel y próxima al comienzo de las planicies, en Urales el clima húmedo tropical acentúa su rigor. Llueve casi todos los días y la evaporación es tan lenta que un manto de humedad cubre la atmósfera de día y de noche. Tal fenómeno, favorable a la exuberancia de la flora, castiga severamente a los humanos. Edier Adán, que llegó a Urales como decenas de campesinos desde la parte alta de la cordillera donde nació, aprendió a entender las modulaciones del clima y por eso fue agricultor, ganadero o arriero según los ciclos de las lluvias y las sequías.
La finca El Diamante, donde vivía con su esposa y sus dos hijos adolescentes, fue el lugar de su labranza. “Adán estaba lidiando con plátano, yuca, maíz y café cuando lo asesinaron” me dijo una mujer que huyó de Urales hace más de un año porque le avisaron que la iban a matar. Ella, que compartió ocho años con Eider Adán en reuniones de vecinos, lo apreciaba por su entrega al trabajo comunitario: “No negaba un día de trabajo para la escuela pese a que vivía muy lejos de donde nos reuníamos, dejaba de ganar un jornal por ayudar a limpiar un camino, era de los que compartía su cosecha con los que nada tenían y hasta sin querer –decía que los cargos lo atolondraban– fue vicepresidente de la Junta de Acción Comunal, coordinó el Comité de Conciliación y representó a Urales en Asocomunal”. Ella, que discutió con él sobre el futuro de la vereda, lo admiraba porque a los convites, asambleas y juntas siempre asistía con su esposa, su hija mayor y el niño. “Ellos tienen que andar conmigo porque somos familia”, recuerda ella que respondía él cuando alguien se mofaba por la cantidad de corotos que cargaba en cada salida al caserío. Ella, que lo apreció hasta decir que era una “enorme persona”, va extrañar la sonrisa sincera con la que abría las charlas. Después de saludar, él era el dueño del escenario: provocaba tantas risas que en Urales no lo llamaban ni Eider ni Adán ni Edier Adán, le decían simplemente El Pato.
“Además de bregar con café –que era lo mismo que hacían sus papás en Pascuitá para los lados de Ituango, en la montaña– Adán se ganaba la vida arriando bestias”, me contó un campesino que lo conocía desde la adolescencia. En los últimos años, después de que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) retiraron a sus hombres de la cuenca del río Tarazá para cumplir el acuerdo con el gobierno, Edier Adán intensificó la siembra de hortalizas y sus faenas como arriero, y también dedicó muchas horas a debatir de qué manera la gente de Urales y su región, primera en el escalafón de la pobreza en Antioquia, se adaptaría a las exigencias derivadas del acuerdo de paz.
Mientras trataba de entender como el país se encaminaba hacia ideales sintetizados en el texto del acuerdo en líneas temáticas como un nuevo campo colombiano, apertura democrática, acuerdo sobre víctimas y mecanismos de implementación, su pensamiento estaba clavado en un asunto crítico para su frágil economía doméstica, el que los negociadores redactaron como solución al problema de las drogas ilícitas.
Urales, como la mayoría de las veredas que conforman las cuencas de los ríos Tarazá y Cauca, ofrece el clima, el relieve, la extensión y el abandono del Estado necesarios para que el negocio de los cultivos de coca a gran escala sea próspero. Esas condiciones han sido aprovechadas durante décadas por diferentes actores ilegales para elevar la producción de hoja de coca. Los datos varían levemente según la fuente que se consulte pero todos apuntan a que el Bajo Cauca posee cerca del 50 por ciento de las hectáreas de coca sembradas en Antioquia y de ese porcentaje, el 44 por ciento está en Tarazá. Edier Adán dejó de darle vueltas al asunto cuando ingresó al Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de uso Ilícito, como lo hicieron 4.112 personas más de Tarazá y del vecino Cáceres, pueblos escogidos para comenzar la transformación social, económica necesaria para la construcción de la paz estable y duradera, propósito del acuerdo firmado entre el gobierno y las FARC.
“Adán fue uno de los primeros que recibió el pago por la sustitución y también uno de los primero que lo perdió”, me explicó un líder comunitario del corregimiento El Guáimaro, al que pertenece Urales. Demostró que su finca estaba limpia de matas de coca y se mantuvo firme en la transformación de su cultivo pese a una gran adversidad: a pocos meses de comenzar el programa, creado en el 2017, el gobierno del Presidente Iván Duque ordenó suspenderlo en Antioquia con el fin de reestructurarlo. Durante varios meses de 2018 y 2019 los campesinos inscritos en el programa quedaron abandonados a su suerte y fueron acosados con propaganda oficial a favor de las fumigaciones aéreas con glifosato. Ese tiempo no fue muerto para todos. Narcotraficantes de distinta procedencia avanzaron sobre las tierras despejadas por las FARC con el propósito de recuperar las pérdidas de 2017, año en el que comenzó la sustitución. En consecuencia, el número de hectáreas sembradas aumentó lo mismo que el número de matas por hectárea en todo el Bajo Cauca, especialmente en Tarazá.
Pese a la nueva bonanza y a la presión de los grupos armados sobre los líderes de las organizaciones sociales para que volvieran cultivar coca o desalojaron la zona, Edier Adán no cedió. La misma mujer que fue su compañera en las reuniones de vecinos intuye lo que pasó. “Yo creo que a él si lo habían amenazado pero él no era de responder a esos retos. La determinación que yo me hago es que él se mantuvo en su ley”. Su ley, al decir de su amigo de adolescencia, era “cumplir la palabra, proteger a los hijos porque se los querían reclutar, reclamarle al gobierno para que respondiera y conservar la finquita porque era lo único que tenía para darle de comer a la familia”.
En lugar de coca, en El Diamante sembró fríjol y maíz y, para paliar los malos tiempos propios de los vaivenes de los programas estatales, se ofrecía como arriero. Con la recua de mulas, a veces de tres y otras de cinco, tomaba el camino hacia las tierras más calientes río abajo o hacía las más boscosas en la cuesta de la cordillera. En pocas ocasiones los recados tenían como destino alguna parcela ubicada en tierras del departamento de Córdoba a varios días de camino; y en otras, muchas, hacía mandados en veredas cercanas a su casa.
No es posible decir a qué horas lo mataron, ni exactamente en qué lugar; tampoco contar si los asesinos lo interpelaron o si directamente lo agredieron; y menos si lo torturaron antes de dispararle. Después del sonido de las balas lo único que oyeron los vecinos de Caracolí fue la prohibición de acercarse a auxiliar a quien ya no tenía vida. El terror embalado en el cadáver insepulto impuso primero el silencio y, luego, la necesidad de huir.
Diez días más tarde, según me contó William Muñoz, vocero de Asocbac, soldados del ejército de Colombia hallaron el cuerpo de Edier Adán cerca de un arroyo después de seguir varias pistas erradas y de descartar la presencia de minas antipersonal en los potreros cercanos. Los funcionarios de la policía judicial amortajaron el cuerpo ya descarnado en sábanas de plástico como debe ocurrir en toda diligencia de levantamiento de cadáveres; lo subieron en un helicóptero, medio excepcional en estos casos; y lo transportaron sobre los bosques y las planicies por los que él caminó durante toda su vida y que, según el punto de vista de quien narre, unen o separan las tierras de Antioquia y Córdoba. En veinte minutos de vuelo, la comisión judicial trasladó el cuerpo de Edier Adán entre Taráza y Montería para entregarlo al Instituto Nacional de Medicina Legal.
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Por los límites entre Antioquia y Córdoba pervive un litigio que ya completa sesenta años. Así que la línea dibujada en el mapa, casi una hipérbole cortada en la base por una recta, no es más que la señal de un trato provisional firmado en escritorios de Medellín y Montería, las dos capitales. Los linderos también se han disputado en otras dimensiones de la vida real entre viejos y nuevos propietarios que aprovechan el vacío jurídico para correr las cercas; y también, entre sujetos provenientes de conflictos pre-existentes que se reagrupan, se renombran y se rearman después de la tregua que sigue a cada “guerra”.
La pugna más reciente es entre los denominados Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) y Los Caparrapos: ambos grupos descendientes de paramilitares consolidados a comienzo de los años 80, herederos de la organización Autodefensas Unidas de Colombia consolidada por Carlos Castaño en 1997, disidentes del proceso de desmovilización de paramilitares que tuvo lugar entre el 2003 y el 2006, e interesados hoy en el control de las rentas provenientes de procesamiento del clorhidrato de cocaína y de la extracción de minerales; particularmente del Bajo Cauca se obtiene el 60% del oro y el 30% de la plata que produce Antioquia.
La salida del Bloque Noroccidental de las FARC de los territorios que dominó durante medio siglo en Chocó, Antioquia y Córdoba tuvo el efecto de un sismo pues, después del traslado de las tropas hacia los lugares de concentración donde se prepararon para la dejación de las armas, bloques de otras organizaciones armadas se apresuraron a ocupar esta gran extensión libre del poder armado ilegal de la guerrilla y vacía del poder legal del Estado.
Al acecho estuvieron las AGC, que dominaban casi todo el sur de Córboba con algunas avanzadas en pueblos antioqueños, y Los Caparrapos asentados en una vasta extensión del Bajo Cauca que controlaban desde su sede principal en Cáceres. También movieron sus fichas grupos de las FARC separados del proceso de paz y algunos bloques del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en procura de alianzas con los ejércitos al alza en la región.
Si bien en el primer año de la desmovilización de las FARC estos grupos se comportaban según un pacto previo, a comienzos de 2017 el acuerdo se rompió porque el asesinato, no esclarecido, de un hombre emblemático del paramilitarismo sembró la desconfianza. Periodistas y analistas dieron la noticia de que una disputa a muerte estaba por llegar al punto de ebullición en el Bajo Cauca y no se equivocaron. Las AGC y Los Caparrapos han convertido a esta región en campo de batalla y a miles de personas en víctimas de actos criminales denunciados por Defensoría del Pueblo en varios documentos. Para contenerlos, el gobierno nacional reactivó en enero de 2019 la Fuerza de Tarea Conjunta Aquiles que, con cinco mil hombres, debe trabajar “en la prevención de los homicidios y el desmantelamiento de algunas organizaciones criminales que tienen por renta la extracción ilícita de minerales y los narco-cultivos”, según palabras de Guillermo Botero, Ministro de la Defensa de ese momento.
Pese al despliegue de la fuerza pública —algunos informes de prensa hablaron de la presencia de tres soldados cada cien metros en El Guáimaro— las estadísticas muestran el aumento del número de crímenes y las noticias evidencian la crueldad que caracteriza el modo de ejecutarlos. El año pasado, según datos de la Policía Nacional recogidos por la Corporación Jurídica Libertad en el informe ¡Paz, ni en el Horizonte! Crisis humanitaria, liderazgo en riesgo e incumplimiento del Acuerdo de Paz en Antioquia, en el Bajo Cauca se registraron 371 homicidios; 85 de ellos en Tarazá, en un pueblo de 40 mil habitantes. “¿Cómo puede suceder esto en una de las zonas más militarizadas del país?”, me pregunta telefónicamente Yesid Zapata, líder del Proceso social de garantías para la labor de líderes y lideresas sociales, comunales defensores y defensoras de Derechos Humanos en Antioquia.
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A Medicina Legal, el cuerpo de Edier Adán llegó despojado de su nombre. Diez días fueron suficientes para que el clima implacable de Caracolí destruyera su apariencia externa y como consecuencia se hiciera imposible realizar un proceso de identificación ágil y confiable a través de las huellas dactilares, por ejemplo. Angélica Losada, directora de la sede de Medicina Legal en Montería, informó a través de una llamada telefónica, que el cuerpo procedente de Tarazá, recibido el 24 de junio, ingresó a las bases de datos de su institución como No Identificado al carecer de las fuentes de información necesarias para realizar los cotejos.
Etiquetado de esa manera, el cuerpo de Edier Adán seguirá insepulto aunque ahora en manos del Estado. La única prueba válida para que su último viaje pueda concluir es el cotejo entre los perfiles del ADN contenido en sus huesos y los que ya aportaron sus familiares que ahora viven en una ciudad lejana de Urales como desplazados. La obtención de los resultados puede tardar meses no solo porque es común que las muestras resulten insuficientes para someterlas a la prueba estándar sino porque en Colombia hay 25.171 cuerpos en espera identificación.
Edier Adán no descansa en paz como se apresuraron a decir quienes dieron la noticia del rescate de su cuerpo. Él es uno de los miles de colombianos sometidos a la máquina criminal que transforma a los ciudadanos inconformes en indeseables y, además, los condena a seguir sufriendo después de la muerte. Él es uno de los decapitados, degollados, empalados, quemados, desmembrados o expuestos a la vista pública como mensaje universal y sin fecha de caducidad para quienes no están dispuestos a hacer parte de los grupos enfrentados, para quienes ya participan en ellos y han pensado en desertar, para quienes se resisten a que su paisaje sea convertido, otra vez, en campo de muerte. Él es uno de los últimos en ser depositado en ese paraje solitario y frío del laboratorio de Medicina Legal a la espera de que el sistema judicial le restituya al menos el nombre: solo entonces sus hijos podrán auparlo y llevarlo a dónde sea que planten una nueva casa.
Nota: los nombres de trece de las dieciséis personas entrevistadas para esta crónica se mantienen bajo reserva como medida de protección.
Fuentes documentales consultadas:
Alerta temprana 020 – 19 de la Defensoría del Pueblo, disponible en: http://www.indepaz.org.co/
Mapa de personas desaparecidas en Colombia: http://sirdec.
Twitter Gobernación de Antioquia: https://bit.ly/
Radio Nacional de Colombia: https://www.
Twitter Mapa DH Antioquia: https://twitter.
El Espectador: https://www.
El Colombiano: https://www.
Contagio Radio: https://www.
Comisión Intereclesial de Justicia y Paz: https://www.
Corporación Jurídica Libertad: https://cjlibertad.
La Razón: https://bit.ly/2Z4PbSI
InSightCrime: https://es.
Verdad Abierta: https://
Comando General de las Fuerzas Militares de Colombia: https://www.cgfm.
Revista Semana: https://www.semana.
Fuente: Agencia de Prensa – IPC
Septiembre 11 de 2020