Texto de la declaración grabada de Timoleón Jiménez presentada el 4 de septiembre en la Habana Cuba que abre oficialmente los Diálogos de Paz

Indudablemente al aceptarse e iniciarse los diálogos de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Farc, Colombia pasa por un momento único e histórico, por tal razón, Soacha Ilustrada hace un aporte a la paz y a la convivencia y publica completamente los discursos que oficialmente establecieron los DIALOGOS DE PAZ.

El siguiente es la transcripción de la declaración grabada de Timoleón Jiménez, máximo comandante de las Farc, presentada el 4 de septiembre en la Habana Cuba.

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«Las FARC-EP deseamos hacer también del dominio público el anuncio oficial del inicio de conversaciones de paz con el Gobierno de Colombia. Efectivamente, en la ciudad de La Habana, en la Cuba revolucionaria de Fidel y el Che, en la patria socialista de José Martí, nuestros delegados suscribieron el día 27 de agosto del presente año el denominado Acuerdo General para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz estable y duradera. Con él se desata de nuevo un proceso de diálogos encaminado a la consecución de la paz en nuestra patria. Una noble y legítima aspiración que la insurgencia colombiana defiende desde hace ya medio siglo. Adjuntamos el texto de dicho acuerdo.

Consideramos un deber insoslayable reconocer la invalorable colaboración del Gobierno de la República Bolivariana de Venezuela, encabezado por el señor presidente Hugo Rafael Chávez Frías, que resultó determinante para la conclusión de este acuerdo, así como la inmejorable actuación del Gobierno del Reino de Noruega, que jugó papel fundamental (corte). Sin la preocupación y gestión del Gobierno presidido por el comandante Raúl Castro, esta larga faena no habría llegado a tan exitoso puerto. A todos ellos nuestros formales y sinceros agradecimientos. Estamos seguros que toda nuestra América aplaude su generosa actuación. No nos cabe duda que nuevas naciones seguirán sumándose al propósito de blindar este nuevo esfuerzo.

Han transcurrido 10 años desde cuando Pastrana decidió echar en saco roto sus propósitos de paz y decretar una nueva etapa en la larga confrontación civil colombiana. Daba así cumplimiento a la persistente amenaza de su primer ministro de Defensa, que nos advertía comenzando el proceso del Caguán, que tendríamos dos años para pactar nuestra entrega, so pena de sufrir un exterminio ejemplar por cuenta de la arremetida que preparaba el Estado contra nosotros. Es claro que todo fue un ardid oficial para ganar tiempo, cuanta muerte y destrucción, cuánto dolor y lágrimas, cuanto luto y despojo inútiles, cuántas vidas y sonrisas cercenadas, para finalmente concluir que la salida no es la guerra sino el diálogo civilizado.

Pueda ser que Colombia entera debe ponerse en pie para impedir que no suceda lo mismo esta vez. Nuestra patria no merece esta guerra que declararon contra ella. Pero una década atrás no sólo se vino sobre Colombia y su pueblo una espantosa embestida militar, paramilitar, judicial, económica, política y social, que hoy parece reconocerse como vana. También cayeron sobre nosotros como aves de presa los propagandistas del régimen con su discurso difamatorio y venenoso. Cuál de los más viles adjetivos no se lanzó contra quien asumiera una posición política próxima con nuestra palabra. De qué estigma infamante no fuimos cubiertos quiénes hicimos frente a la guerra y la violencia desatadas con frenesí desde el poder. Cuál de los más horrorosos crímenes dejó de sernos imputado. También tan denigrante envilecimiento del lenguaje terminó siendo inútil.

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Volvemos a una mesa, reconocidos como adversarios militares y políticos. Convidados y protegidos por quienes nos persiguieron. Acompañados y avalados por la comunidad internacional. Definitivamente, tanta manifestación de odio carece de sentido. Quizás para la satisfacción de quiénes el Gobierno nacional ha reiterado una y mil veces, tanto en el escenario exploratorio como en sus múltiples declaraciones públicas, su inamovible decisión de no permitir ninguna de las que califica como “concesiones en el terreno de la guerra”. En su extraño parecer, cualquier posibilidad de cese al fuego, tregua, armisticio o despeje, únicamente contribuye a la creación de incentivos perversos. Es claro para nosotros, entonces, que pese a las manifestaciones oficiales de paz, los alzados llegamos a este nuevo intento de reconciliación asediados, no sólo por el mismo embate militar desatado una década atrás, sino compelidos abiertamente mediante su acrecentamiento a recoger nuestras aspiraciones políticas y sociales a cambio de una miserable rendición y entrega. Pese a tales señales, las FARC-EP guardamos la sincera aspiración de que el régimen no intenta repetir la misma trama del pasado. Pensamos simplemente que están en evidencia las enormes dificultades que tendrá que afrontar este empeño. La consecución de una paz democrática y justa merece afrontar los más difíciles retos. Por encima de ellos, somos optimistas. La historia siempre ha sido labrada por las fuerzas sociales que apuntaron al futuro.

Estamos convencidos de que la realidad nacional impondrá la voluntad de las grandes mayorías que creen y necesitan de la paz con justicia social. A un lado del camino deben quedar los firmantes de fabulosos contratos derivados de la guerra, los que encuentran en los grandes presupuestos de defensa un rápido camino al enriquecimiento, los que acrecientan velozmente sus propiedades e inversiones con base en el pillaje contra los indefensos.

A la obsesiva e indolente posición de identificar la paz exclusivamente con la victoria, de alcanzarla mediante brutales operaciones militares y policiales de aniquilamiento, de conquistarla con base en devastadores bombardeos y ametrallamientos, de identificarla con la consagración de la impunidad para la arbitrariedad de sus agentes, de tejerla con millares de capturas masivas, allanamientos, persecuciones, desplazamientos, y toda clase de represiones contra la población colombiana que reclama sus derechos, de asimilarla a la aceleración las locomotoras de la infamia, resulta urgente enfrentar una concepción distinta, justa, realista y constructiva: una paz fundada en la verdadera reconciliación, en el entendimiento fraterno, en las transformaciones económicas, políticas y sociales necesarias para alcanzar el punto de equilibrio aceptable para todos. En la extirpación definitiva de las razones que alimentan la confrontación armada.

Sobre tales certezas se elaboró conjuntamente la parte introductoria del Acuerdo General. Un importante logro en las discusiones del encuentro exploratorio. Se reconocen allí, entre otros hechos, incontrovertibles, que este proceso de paz, atiende al clamor de la población en su conjunto, y por tanto, requiere de la participación, sin distinción, de todos. Que deben respetarse los Derechos Humanos en todos los confines del territorio nacional. Que el desarrollo económico con justicia social y en armonía con el medio ambiente es garantía de paz y progreso. Que el desarrollo social con equidad y bienestar, incluyendo las grandes mayorías, nos permitirá crecer como país. Que la ampliación de la democracia es condición para lograr bases sólidas de paz. A pesar de ello, aún se escuchan con fuerza voces oficiales que abiertamente persisten en la salida militar. Allá ellos.

Las FARC-EP asumimos, identificados con el pueblo de Colombia, que la introducción de esos axiomas en el Acuerdo General, constituye el marco teórico de principios que deberá ser materializado en los acuerdos finales sobre la agenda pactada. Seis meses batallando por estas verdades nos permitió por fin conseguir del Gobierno Nacional su inclusión.

F 3

Para nosotros es perfectamente claro que la llave de la paz no reposa en el bolsillo del presidente de la república, tampoco en el comandante de las FARC-EP. El verdadero y único depositario de tal llave es el pueblo de este país. Es a los millones de víctimas de este régimen elitista y violento, a los afectados por sus políticas neoliberales de desangre, a los que sueñan con una democracia real en una patria amable, en desarrollo y en paz, a quienes corresponde jugar en adelante su rol protagónico por una nueva Colombia. Y a ellos, estamos dirigiéndonos las FARC con nuestro corazón en las manos. Porque ha vuelto a abrirse la puerta de la esperanza, porque repican las campanas llamando con fuerza a la plaza central, para que salgan de sus veredas, de sus viejas minas, de sus comunidades y resguardos, de sus barriadas pobres, de sus centros de trabajo, de las factorías que los consumen, de sus talleres domésticos, de su rebusque agónico de todos los días, de sus centros de estudio, de su confinamiento carcelario, de su incesante búsqueda de empleo, de sus pequeñas empresas, de sus fábricas amenazadas por la quiebra, de sus culturas ignoradas, de su nicho de desplazados, de sus escondites de amenazados, de sus rincones de víctimas, de sus hogares destruidos.

Se trata de marchar por la paz, por la construcción entre todos del nuevo país; se trata de cerrarles el portón a los amos violentos; de luchar por profundas modificaciones del orden vigente.

El espacio para la lucha de millones de colombianos está abierto. Es eso lo que significa que la paz es una cuestión de todos. Tenemos que hacer de esta oportunidad un nuevo grito por la independencia. Poco más de dos siglos atrás, clamaba José Acevedo y Gómez desde un balcón capitalino: “Si dejáis escapar esta ocasión única y feliz, mañana seréis tratados como insurgentes. Mirad las mazmorras, los grillos y las cadenas que os esperan”. La situación de hoy es asombrosamente semejante.

O los colombianos del montón, los secularmente humillados y ofendidos, los oprimidos y explotados nos ponemos de pie en defensa de nuestro territorio y sus riquezas, de nuestro trabajo, de nuestras libertades, familias, vidas y culturas, amenazadas por completo, o terminaremos con la marca del hierro candente en las espaldas, constreñidos por las bayonetas, lamentando sin consuelo haber sido inferiores a nuestro compromiso con la patria y nuestros hijos. O seguiremos sufriendo la prolongación indefinida y lacerante del conflicto para impedir por la fuerza semejante destino.

En días recientes, alguna revista reseñaba como una emperifollada señora de la alta sociedad, renunció de modo airado a su participación como socia en un exclusivo club de la capital, por haber visto bailando en uno de sus pasillos a un jovenzuelo atrevido que tenía además un cigarrillo en la mano. Una “afrenta intolerable”, a su juicio. Que la gente de la alta sociedad proceda de ese modo, en sus clubes sociales, es un asunto de ella. Pero que no pretendan seguir obrando de igual modo con el país entero. No puede calificarse como bochinche y ruido innecesario, la participación general del pueblo colombiano en las discusiones de paz. Menos cuando ha sido éste quien ha puesto la mayor cuota de sangre y sufrimiento en el conflicto.

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Llamamos por eso a Colombia entera a pronunciarse, a exigir su participación o a asumirla en las calles y carreteras, como ha aprendido a hacerlo por siglos. Ella también tiene su agenda.

En nuestro país se ve de todo. Vampiros sedientos de sangre acuden hoy a los cuarteles a llenar de consejas a los miembros de las Fuerzas Armadas a fin de lograr que se atraviesen en los esfuerzos de paz y de reconciliación. Peligroso asunto. Pero saldrán también derrotados. Nadie como las guerrillas para dar fe de la entereza y valor de los soldados y policías de Colombia. Combatimos a diario en todo el territorio nacional. Ellos nos causan nuestras bajas y son a su vez alcanzados con el fuego de nuestras armas. Saben bien que la necesidad los ha impelido a jugarse la vida, que alimentan a sus familias con el miedo permanente a la muerte o a la invalidez. Son colombianos del pueblo, que aman la vida y se sueñan con prolongarla. Que sufren necesidades si ven a sus hijos crecer en medio de tan aciago panorama de incertidumbre social y violencia, que junto a los suyos no pueden querer esta guerra. Habrán en su cúpula elementos guerreristas y ambiciosos, que se prestan a los más sucios propósitos. Gentes como Rito Alejo del Río o Santoyo, penetrados hasta los tuétanos por las doctrinas imperiales de la Seguridad Nacional, que convierten en hongos a los hombres. Pero también debe haber patriotas, militares honestos que se preguntan por qué razón las Fuerzas Armadas colombianas se encuentran al servicio de poderosas multinacionales que saquean las riquezas del país. Por qué su papel se reduce a la intimidación, al aplastamiento de la población inconforme con las políticas antipatrióticas de gobiernos corruptos. Que se cuestionan por su papel de garantes de un injusto orden de cosas. Que se irritan al ver como sus altos mandos dan sumisos partes a generales extranjeros. A todos ellos, extendemos en esta hora nuestras manos abiertas en procura de reconciliación. Otra Colombia es posible y entre todos podemos modelarla.

Haber llegado a La Habana no fue sólo el fruto de la resistencia indoblegable de la insurgencia colombiana. Es sobre todo el triunfo del clamor nacional por la paz y la solución política. Es el resultado de cada consigna pintada en una pared, de cada acto de masas promovido en centenares de sitios, de esa movilización campesina, indígena y de negritudes que confluyó en Barrancabermeja en agosto del 2011. De las arrolladoras marchas en cada departamento y en la capital del país. De la protesta social, de la lucha contra las fumigaciones, de los paros y huelgas contra el gran capital transnacional. De todos esos encuentros de mujeres, de artistas, de estudiantes y jóvenes, de Colombianos y Colombianas por la paz, del Congreso de los Pueblos, de la Minga indígena, de la movilización de múltiples sectores. Del grito adolorido de los habitantes del Cauca y Putumayo, del Cesar, del Huila y la Guajira, del Caquetá, los Santanderes y Arauca, de todos los rincones de nuestra geografía patria. Semejante torrente ya no podrá detenerse, estamos seguros que seguirá creciendo, que se llevará por delante los planes imperiales, los aviones cazas, los tanques de guerra, los infernales desembarcos, los batallones de combate terrestres, los brutales escuadrones antimotines, los falsos positivos, las amenazas y los emplazamientos, el paramilitarismo, los pedantes jurisconsultos, la falsedad mediática, la politiquería rastrera, las políticas neoliberales.

Por nuestra parte, llegamos a la mesa de diálogos sin rencores ni arrogancias, a plantear al Gobierno Nacional que considere importante los de abajo, que no juzgue la como ingenuidad de sus anhelos, que no los crea incapaces de emprender grandes empresas, que le reconozca su derecho a tomar parte en las grandes decisiones nacionales.

Con el cerrado apoyo de enormes muchedumbres, no pensamos en levantarnos de la mesa sin haber hecho realidad esas banderas.»

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